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Desde mi escaño

Yo burlé al Peñón, por José Luis Abad y Benítez

Yo burlé al Peñón, por José Luis Abad y Benítez

Sí, al Peñón de Gibraltar. Aquella mañana vi al despertar un ojo de buey y a su través una piedra muy grande y negra. Todo era oscuridad. Supongo que la impresión fue terrorífica, por lo que me dijeron, una señora al ser víctima de tal espectáculo, tiró por el ojo de buey toda la correspondencia que traía para esta Isla de Tenerife.

El barco se llamaba Ciudad de Sevilla. El año el 1945, o sea que estábamos sufriendo, como ahora se dice, los efectos colaterales de la Segunda Guerra Mundial.

Yo estaba en Madrid preparando unas oposiciones que no aprobé. Había otro canario que corrió la misma suerte. Estábamos en una pensión en la Gran Vía cerca de una zona cuyo nombre no recuerdo pero sí el de la pensión: La pensión Méjico.

Había muchos canarios, la mayoría eran estudiantes de medicina. En aquella época solo los canarios cuyos padres eran ricos podían permitirse el lujo de estudiar medicina. Por cierto, salieron muy buenos médicos todos, aunque desgraciadamente no puedo citar sus nombres porque han fallecido casi todos y me da mucha tristeza.

La pensión era bastante regular. Recuerdo a un amigo mío que decía "aquí no comemos pero nos reímos mucho". Era una pensión muy peculiar, por ejemplo el postre era uvas y plátanos, pero no servían un racimo de uvas y un plátano. Tenía que ser o uvas o plátanos, por lo que nos cambiamos uno por otro: Yo te doy un racimo de uvas y tú me das un plátano.

En aquella época, como consecuencia de la maldita guerra los estudiantes no podían escribir a sus familias porque las cartas no llegaban. Entonces aprovecharon la oportunidad de mi regreso a Canarias para enviarle una carta a sus familias, novias, etc. Recuerdo que abultaban mucho. En aquella época hacía mucho frío por lo que mi ropa de lana llevaba incluida un hermoso chaleco. Era un buen sitio para "esconder" la correspondencia aunque imposible con el sobre; el bulto era demasiado —valga la redundancia— abultado, por lo que no me quedó más remedio que despojar a las cartas de sus sobres. Tengo que aclarar que respeté, como no podía ser menos, la intimidad de la correspondencia no leyendo ninguna de las cartas.

Y volvemos al Peñón. Cuando a media mañana, disipada la oscuridad, unas lanchas se acercaron al barco. En ellas venían con sendas ametralladoras unos guerreros —vamos a llamarlos así— de la marina británica. Pronto acudieron a mi camarote. Me abrieron la única maleta que tenía, no olvidemos que yo era por aquel entonces un pobre estudiante. Vieron las cartas que habían, me preguntaron si eran de mi familia y les dije que sí. Fin de este acto.

Pronto me vi formando cola. Había un representante inglés encargado de controlarnos. No sé por dónde había accedido al barco. Pero allí estaba. Y yo también con unas 20 cartas escondidas bajo mi chaleco. Recuerdo, cuando llegó mi turno, que me preguntó si era marino, naturalmente le dije que no. Pero las cartas estaban sin sobre todas, creo que eran unas veinte, bien escondidas bajo mi chaleco. Llegaron a Tenerife, donde las repartí entre las familias de los estudiantes.

Hoy día, sesenta y ocho años después, solo recuerdo la actitud arrogante, orgullosa y soberbia, que se desprendía de la fría cortesía del inglés, así como las sacas de la correspondencia oficial que nunca llegarían a los familiares de los españoles, transportándose a las barcazas de la armada británica; algo así como si las tiraran al fondo del mar...

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