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Desde mi escaño

La diarrea mental del hippy alemán de La Palma

La Palma se quema. Más de 4.000 hectáreas calcinadas y, lo más importante, la pérdida de la vida de uno de los técnicos forestales que luchaba contra las llamas provocadas por un sujeto, un hippy alemán de nombre Scott, que sufre una diarrea mental que fue mucho mayor que la incontinencia fisiológica que sufrió y que no le dio para otra cosa que prenderle fuego al papel higiénico para hacer desaparecer la excrecencia que acababa de soltar por su estrecho orificio corporal. Debió ser tanto lo que apretó, que la única neurona operativa fue pasto de tanto esfuerzo que acabó por colarse entre el pestilente y, presumiblemente, abundante truñaco.

Este elemento, que ahora quiere hacerse pasar por una especie de autista, que ni quiere recibir ayuda legal alguna ni tampoco está por la labor de ingerir alimento alguno, es el autor voluntario o involuntario de una de las catástrofes ecológicas más importantes que ha sufrido la Isla Bonita, un tipo con muy poco seso, acostumbrado a vivir como el hombre de las cavernas, pero con la diferencia de que él no estaba viviendo solo en el territorio. La pena es que no optó en su momento por quedarse en su Alemania natal. Allí, a buen seguro, hacía tiempo que hubiese estado recluido en una institución psiquiátrica de alta seguridad.

El problema es que con este de ser Unión Europea, hoy entra a nuestra casa cualquier elemento, verdaderos desertores del arado, chusma sin oficio ni beneficio que a las primeras de cambio pueden liarla parda o, en este caso, incendiar un monte, provocar un daño ecológico de proporciones bíblicas, hacer que miles de personas tengan que ser desalojadas de sus hogares y que un operario fallezca mientras combatía el terrible incendio que ha causado un mamarracho y un facineroso de marca mayor.

Y desde luego no cabe otra que felicitar a todo el cuerpo de bomberos y voluntarios que han permanecido día y noche al pie del cañón, dejándose hasta el último miligramo de fuerzas para tratar de apagar y controlar un fuego que por momentos parecía completamente desbocado, al albur de unas ráfagas de viento que, quienes hemos vivido alguna vez en La Palma, sabemos que es lo peor con lo que puede encontrarse cualquier efectivo para sofocar las llamas y que, desgraciadamente, vivió en propia piel el operario fallecido en acto de servicio por obra y desgracia de un sujeto abyecto al que sus rastas no le dieron más capacidad de entendimiento. Y, que yo sepa, ni tan siquiera ha tenido la decencia de pedir perdón a la familia del fallecido. ¡De traca!

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