La Rioja: El paraíso está muy cerca
¿Cómo afrontar unas vacaciones de Semana Santa cuando éstas se circunscriben únicamente desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección? Hay quienes se matan por intentar ocupar los tres o cuatro días disponibles en multitud de visitas, en un estrés que al final termina por cansar mucho más que la propia jornada laboral. Horarios imposibles, trenes que se retrasan, atascos en la carretera, vuelos que no salen y, por supuesto, todo aderezado con una meteorología que no acompaña a los optimistas planes previstos. En fin, una ruina para el bolsillo y una decepción para el alma. Quizá por eso, lo más inteligente sea programarse una escapada a un solo lugar, disfrutar de sus diversos paisajes, rica gastronomía y tradiciones imperdibles. Y si hay una comunidad autónoma que reúne tanto en tan poco espacio es La Rioja.
Tres sólo tres días dan para mucho, desde visitar una de las referencias de La Rioja Baja como es Alfaro a terminar visitando una bodega pilar y más que centenaria como es López de Heredia, comer en Tirgo, en Pimiento o disfrutar de una ciudad acogedora y pensada para el turista como es su capital, Logroño. En 72 horas, insisto, da para hacer de todo y sin la sensación de haberse dejado nada en el tintero porque, incluso, de regreso a Madrid, aunque sea a vuela pluma, tampoco se puede dejar de ver la monumental Santo Domingo de la Calzada y pasear por unas calles que respiran Historia en mayúsculas por los cuatro costados.
En la primera jornada del viaje planteado, una vez llegado a Logroño, se coge carretera rumbo hacia La Rioja Baja, hacia Alfaro, donde se degustó con verdadera fruición y devoción de la Semana Santa Verde, un acontecimiento que mezcla la propia religiosidad con el culto a los excelentes presentes que otorga la huerta riojana. Es imposible salir de esta localidad sin haber probado sus magníficos pinchos, comenzando por ejemplo en Polaris, basados todos en verdura, comer en el restaurante Las Cigüeñas, bajo la magnífica dirección de su chef, Ángel, asistir a una clase magistral sobre las hortalizas impartida por el chef de Venta de Moncalvillo, Ignacio Echapresto o visitar posteriormente la Colegiata de San Miguel, el templo más grande de toda La Rioja y, por supuesto, ascender los 108 escalones del llamado mirador de Las Cigüeñas, como se le llama a la torre de este edificio religioso e incluso tener la ocasión de ver de cerca a las propias cigüeñas en sus nidos. La estampa se puede contar, pero vivirlo es único. La jornada, después de degustar algún que otro pincho, sobre todo porque su alcaldesa, Yolanda Preciado, no quiere que nadie se marche sin llevarse una última delicia a la boca, concluye llegando al Balneario de Arnedillo.
Esa segunda etapa del viaje se inicia en el Balneario con una prometedora jornada de sauna y masaje. No dudo, por supuesto, de las evidentes ventajas que tiene una sesión de 10 minutos en la estufa, entre otras cuestiones porque eliminas toxinas como un campeón, pero empiezas a tener la sensación de estar en pleno desierto del Sáhara. Eso sí, el placer del masaje posterior se disfrutar aún más y sirve para poner al cuerpo a tono para casi 80 kilómetros de carretera hasta llegar a Venta Moncalvillo, enclavada en Daroca, el municipio menos habitado del mundo (o uno de ellos, con 22 habitantes), un centro de la tentación culinaria que entre Ignacio en los fogones y Carlos en la sala, desmenuzando todo hasta el más mínimo detalle con sus explicaciones, hacen pasar al comensal casi tres horas deleitándose oído, vista, olfato, gusto y hasta el tacto. Normal la concesión de la estrella Michelín, galardón que no se les ha subido en nada a la cabeza, pues siguen manteniendo su estilo fiel, el que siempre les ha hecho tener las salas repletas de comensales.
Y tras una satisfactoria comida, rumbo a Briones, a unos 35 kilómetros de Logroño, para visitar algo más que un museo, de la Fundación de la Dinastía Vivanco, una de las familias señeras en materia vitivinícola de La Rioja y que han decidido devolverle a la tierra el homenaje continuo que hace ésta con las vides ‘regalándole’ un museo de la historia del vino, un espacio enorme, diáfano y muy ameno donde se ve la evolución de los caldos desde los inicios de la Humanidad hasta nuestros días, sus recipientes, sus formas de elaboración, los sacacorchos, las diferentes formas de decantarlos, el significado que tenía el uso del vino o la llegada de la denominaciones de origen. En dos horas, se sale con unas nociones más que notables y que sirven para abrir boca posteriormente en la calle Laurel, en la capital, donde aparte de disfrutar de unos exquisitos pinchos con una buena copa de vino en la mano, también se puede vivir en primera fila las procesiones del Viernes Santo y acabar descansado en un coqueto hotel, céntrico y recién reformado, Marqués de Vallejo, al lado justo de la plaza del Espolón y a un minuto escaso de un templo de goloso, Víauve.
Y es ahí, en Viena o Víauve, como se la conoce más popularmente donde comienza la tercera y última jornada. Al margen de adquirir unas cuantas delicias chocolateadas (y rellenas muchas de ellas de rico vino o diferentes licores), uno no puede resistirse a unos deliciosos desayunos con un rico café, un completo zumo de naranja y luego devanarse los sesos entre un tentador pan con tomate, finísimos churros, unos croissants u hojaldres de elaboración propia y otra serie de delicias que la memoria y la vista no alcanzan a retener, pero que a buen seguro están para no ser dejadas en el plato. De ahí, y tras saludar a los responsables de esta bombonería, Mabel, Isabel y Jesús (sólo faltaba Juan, que estaría trabajando a destajo en el obrador), salida hacia la bodega López de Heredia, en Haro, donde en dos horas de agradable visita, rematadas con una desgustación aún más agradecida si cabe, se conoce toda la elaboración de los vinos y el proceso que lleva años, décadas y más de un siglo (estamos hablando de una bodega de 1877) crear una marca de prestigio y con unas añadas excelentes, algo que tiene un mérito añadido porque en La Rioja, si un caldo es excelente, el de la bodega de al lado se esforzará por igualar o superar esa calificación.
Y el punto y casi final al viaje se pone en la pequeña localidad de Tirgo, en el restaurante El Pimiento que, bajos los oficios de Mar, no sólo te tratan como si estuvieses en tu casa, sino que los manjares que te sirven son para no dejar ni rastro de ellos. Comida sencilla y sin engaños, lo que les hace tener las mesas reservadas desde semanas antes. Incluso, su secreto está en que puedes tener la sensación inicial de no poder con todas las viandas que van cayendo sobre la mesa, pero cuando te quieres dar cuenta, no queda siquiera ni una miga de pan en el cesto, energía más que suficiente para iniciar el regreso a casa, no sin antes pasar, aunque sea brevemente por Santo Domingo de la Calzada y gozar de un pequeño paseo por esta histórica villa.
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