El inicio francés del Camino de Santiago: la cuesta del penitente
El Camino de Santiago engancha. Te puede dejar molido, literalmente para los restos, pero una vez lo pruebas es imposible desengancharse y es una necesidad reservarse unos días al año para, al menos, poder hacer alguna de sus etapas, ya sean las del tradicional Camino Francés, el del Norte o la ruta que viene desde la llamada Ruta de la Plata o también desde la vecina Portugal. Es tal la fama que ha cogido en los últimos años esta popular ruta de peregrinación que todos los lugares se han apuntado a la moda de intentar tener ‘su’ Camino de Santiago. Por ejemplo, sin ir más lejos, desde Alicante se puede llegar hasta la Plaza del Obradoiro, eso sí, después de varios cientos de kilómetros de distancia y encomendándose al Apóstol para no perderse por medio de la planicie manchega.
Este año mi curiosidad estribaba en conocer el inicio del Camino Francés, desde Saint Jean Pied de Port o San Juan de Pie de Puerto, en el corazón de los Pirineos en una dura ascensión que terminaría justo en España entrando por Navarra, comunidad que recorreríamos de norte a sur hasta llegar a La Rioja, final de esta segunda aventura de peregrinaje.
Primera etapa: De autobús a autobús y tiro porque me toca, una cuesta interminable y una chupa de agua antes de El Espinal
Siempre se dice que lo difícil de cualquier reto es el comienzo, pero una vez iniciado ya no hay vuelta atrás. El nuestro comenzaba desde la 1 de la madrugada en el Intercambiador de la Avenida de América. Primero hasta Soria, cinco minutos de parada y continuación a Pamplona donde, después de tres horas y media de espera cogíamos el autocar rumbo a Saint Jean Pied de Port adonde arribaríamos a eso de las doce del mediodía y rápidamente enfilábamos las duras rampas pirenaicas que nos habrían de conducir hasta Navarra. Si alguien cree que los ciclistas exageran en sus gestos de dolor cuando suben estas y otras montañas, les garantizo que lo que no sé es como al día siguiente pueden estar en condiciones de salir al día siguiente. Por Dios, que subida infinita y a Dios gracias que durante toda la etapa el termómetro no pasó de los 17 grados.
Lo bueno que, después de varias horas de autocar, las piernas querían movimiento y, al menos hasta la obligatoria pausa para reponer fuerzas, las empinadas cuestas parecían casi la Quinta Avenida de Manhattan. Lo duro vino tras el receso gastronómico con una niebla que apenas dejaba ver lo que había cinco metros adelantes y una cuesta a la que no se le veía el final. Tan espesa era la neblina, además acompañada de agua, que casi nos damos de bruces con el hito que marcaba la entrada en territorio navarro. A partir de ahí, bajada hasta Roncesvalles y, como allí estaba todo copado desde semanas antes, teníamos una propina de casi 7 kilómetros hasta El Espinal, donde descansamos en un hotel rural en la que la cocina fue la mejor recompensa después de un final de etapa pasado por agua.
Segunda etapa: Rumbo a Zubiri y la experiencia de escuchar el Eva María se fue buscando el sol en la playa….en euskera
Lo bueno de haber hecho un extra de kilómetros el día anterior, con paso por el pueblo de Burguete, localidad en la que se alojó el universal Ernest Hemingway, que no sólo se dedicaba a darse buenos homenajes etílicos, sino que también daba algún que otro recital de piano a los parroquianos, el segundo día fue más suave, menos de 20 kilómetros y una temperatura también agradable. Sólo un par de subidas complicaban un poco la ruta, pero por lo demás llegamos con facilidad a la localidad de Zubiri donde se daban cita cientos de peregrinos y otros tantos visitantes ya que el pueblo estaba en plenas fiestas, algo que pagó caro algún que otro peregrino al que no le dejaron dormir, ya que incluso a las 9 de la mañana aún seguía la fiesta en el polideportivo.
Obviamente, tocó unirse a las celebraciones después de la ducha, el almuerzo y un merecido descanso. Primero, eso sí, visita al puente medieval que, con ser muy bello, no me sorprendió tanto como escuchar a un grupo cantando el ‘Eva María se fue buscando el sol en la playa’ en euskera. Sí, había que mirar dónde estábamos porque podía parecer que estuviésemos en Zarautz, en Rentería o en Llodio, pero no, resulta que estábamos en el corazón de Navarra, pero allí había más ikurriñas que banderas navarras (y ya españolas ni mentarlas, por supuesto), amén de alguna que otra pintada a favor de los presos de ETA. Eso sí, como la gastronomía no entiende de taras políticas ni nacionalismos, hay que decir que cayeron unos pinchos de tortilla y de chistorra sinceramente espectaculares. Vamos, lo ideal para recuperarse de la caminata y poder correr un rato delante de una especie de toro de fuego humano antes de retirarse a los cuarteles generales y pensar en la tercera etapa.
Tercera etapa: A Pamplona hemos de ir…con una leve torcedura y un chill-out en pleno monte
Una veintena de kilómetros y ya con temperaturas que obligaban a usar gorra y protector solar era el menú del tercer día de caminata. Alguna ligera subida a la hora de abandonar Zubiri nos esperaba al inicio de la marcha, pero poco a poco el camino empezaba a picar hacia abajo y a veces con cierto peligro por la lluvia caída en las últimas noches. De hecho, en una bajada sin aparente peligro sufrí un resbalón de dibujos animados y acabé con una levísima torcedura que nos hizo ralentizar la marcha durante algunos kilómetros hasta alcanzar un chill-out en pleno monte, pausa obligada en este caso para revisar el pie y ver que todo estaba en orden.
A partir de ahí, diez kilómetros, con paso obligado por un templo para los amantes del ciclismo, Villava, la localidad del pentacampeón del Tour de Francia, el gran Miguelón Induraín. Una hora después ya enfilábamos la entrada por la muralla que circunda la parte vieja de Pamplona, la calle Estafeta y llegada a nuestro lugar de descanso antes de hacer un recorrido por la ciudad y hacerse con algún que otro souvenir.
Cuarta etapa: Un guía improvisado, un Alto del Perdón no tan duro como lo pintaban, la impronta italiana y un deleite para la vista pasear por Puente La Reina
Pamplona nos despedía con una temperatura suave, quizá demasiado para el calor que íbamos a tener en esa cuarta jornada y en las dos que nos quedaban. Los primeros kilómetros los hicimos en compañía de una amigo y socio del Camino de Santiago en Navarra que nos explicó lo que íbamos a encontrar a lo largo del día. Nos metió algo de temor con el puerto que íbamos a tener que afrontar, el Alto del Perdón, sobre todo porque tras una dura subida, su bajada, según nos relataba, estaba en mal estado.
Sin embargo, la subida, sin ser por supuesto un paseo, tampoco resultó demasiado dura y además como premio se veía una vista excepcional de Pamplona y de los Pirineos. Desde ahí uno cobraba conciencia y consciencia de todo lo que ya había dejado atrás, más de 60 kilómetros en tres días y casi la mitad de subida. El descenso, contrariamente a lo que nos habían dicho, no estaba tan peligroso, pero sí había que tomar ciertas precauciones. A partir de ese punto nos encontramos con muchos italianos y no era por pura casualidad.
Y es que más allá del tradicional Buen Camino que se le dice a todos los peregrinos con los que te topas en cada jornada, en muchos casos se entablan conversaciones sobre el lugar al que uno tiene previsto llegar o si está más o menos fácil poder hallar alojamiento en la localidad término de la etapa. Pues bien, en este inicio del Camino Francés vimos a muchos italianos y con lo que hablamos nos decían que había un boom en el país transalpino con el Camino de Santiago por dos libros que se habían publicado recientemente. Muchos de ellos iban a hacer el recorrido completo y otros sólo algunas etapas. Pese al cansancio que mostraban algunos, todos te decían que esta experiencia enganchaba y que lo importante era pasar del umbral del tercer día, que a partir de ahí ya se acrecentaban las ganas de seguir en ruta.
Y así, hablando con unos y con otros llegábamos a Puente La Reina, un coqueto pueblo medieval con un encanto inigualable, con mucha historia y con un puente que sí o sí había que visitar. Eso sí, el calor que nos había agobiado desde la bajada del Alto del Perdón se tornó en frío al caer la tarde y hubo que acortar la visita turística para cambiarla por una suculenta cena.
Quinta etapa: Un horno hasta llegar a Estella y los ensayos del concierto de Mojinos Escozíos
La penúltima etapa de nuestro peregrinaje nos llevaba hasta Estella. Ya desde el inicio se vislumbraba que el astro rey nos iba a deparar una dura jornada, aderezada además con una subida que no parecía sobre mapa tan dura, pero que el calor la convirtió en una auténtica tortura. A Dios gracias que aparte de ir bien preparados en cuanto a líquido, por muchos de los núcleos que pasábamos había fuentes de agua potable que servían no sólo para poder rellenar las botellas, sino también para refrescar la cabeza. Los 30 grados empezaban a ser una clara amenaza y se echaba casi de menos la niebla y la lluvia del primer día, pero es lo que tiene aproximarse ya a las antiguas tierras castellanas, menos bosques, más llanura y el sol cascando de lo lindo.
La llegada a Estella se nos hizo eterna porque a pesar de que cuando vimos la señal de 2,5 kilómetros el reloj apenas pasaba de las dos y media, casi tardamos una hora en encontrar la entrada a la ciudad. O bien se nos hicieron eterno esos 2.500 metros finales o alguien se le fue la mano recortando metros a mansalva. Pero bueno, el esfuerzo, el sudor y el cansancio merecieron la pena. Alcanzamos la bella urbe navarra, que además estaba en plenas fiestas y tras el descanso del guerrero o del caminante, tocó vivir in situ el ambientazo que había, con ensayo inclusive en la plaza central de los Mojinos Escozíos.
La pena es que al día siguiente esperaban nada más y nada menos que 55 kilómetros hasta llegar a Logroño y había que pegarse un madrugón, así que disfrutamos de una fiesta exprés, cena en el hotel y rápidamente a la cama porque a las 5.30 de la mañana tocaba ponerse en danza.
Sexta y última etapa: Más que un maratón, ayudados con vino de Irache, aperitivo en Los Arcos, buen avituallamiento en Torres del Río y llegada sin un gramo de fuerza a la capital riojana
El último día de mochila y bastones, a pesar del madrugón, se levantaba uno animoso, con ganas sobradas de comerse el mundo y los 55 kilómetros que restaban hasta llegar a Logroño. La ocupación total de hoteles y albergues en dos localidades intermedias, Los Arcos y Torres del Río, nos obligó a juntar dos etapas y a planificar bien los esfuerzos para no sufrir más de la cuenta.
A los pocos kilómetros, y antes del parón para el desayuno, pasamos por la fuente del vino en Irache, una fuente en continuo funcionamiento y que invita a los peregrinos a tomar un trago o servirse un vaso, aunque siempre está quien opta por llenar una botella y encima alardea de ello (hasta el día en que los propietarios de la misma, Bodegas Irache, corten el grifo, nunca mejor dicho).
La llegada hasta Los Arcos fue bastante plácida, incluso parecía que los kilómetros volaban. Ahí, en pleno centro, vino de perlas un montadito especialidad de la casa, jamón y tortilla, para coger fuerzas y poder completar los 10 kilómetros restantes hasta Torres del Río, un pueblo con nombre tramposo porque río, lo que se dice río, más bien poco. Más sentido tenía el pueblo justamente anterior, Sansol, ya que a esas horas del mediodía, sobre las dos de la tarde, los rayos caían a plomo.
Sobre las cuatro de la tarde, después del almuerzo y de un pequeño descanso, amén de escuchar a lugareños que nos iba a caer la del pulpo hasta llegar a Logroño, retomábamos la marcha. La siguiente localidad que íbamos a encontrar era Viana, último pueblo de Navarra antes de entrar en La Rioja, y el camino, después de más de 30 kilómetros a nuestros espaldas, se empezó a hacer muy cuesta arriba, una enorme penitencia, con un constante sube y baja que nos obligó a una parada técnica en ese pueblo porque ya estábamos a cero de combustible líquido y los diez kilómetros restantes, pese a ser casi todos en claro descenso, ya se iban a hacer muy angostos como para arriesgarse a hacerlos con el agua justa.
La llegada a Logroño, tal y como nos habían dicho, fue durita, con las piernas listas para ser hechas puré, con ganas de mandar a paseo la mochila, pero había que terminar. Toparse con el Río Ebro, con el Puente de Piedra y los olores de los bares de las calles Laurel y San Juan ayudaron a reanimar el espíritu y a coger fuerzas necesarias para, después del baño necesario y obligatorio, disfrutar de unos pinchos en las siempre insuperables Taberna del Tío Blas y de Pika 2, locales imprescindibles para llevarse la esencia de esa tradicional zona de pinchos y tapeo de la capital riojana.
Y en fin, ya pensando en el año que viene para volver a coger otro tramo del Camino de Santiago, bien seguir desde donde lo dejamos o tal vez conocer las etapas gallegas del Camino del Norte. En fin, les animo a sentir esta experiencia y como siempre desearles un Buen Camino.
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