Aday Amorín, el ángel de los bañistas
Es el ángel de la guarda de los bañistas españoles. Y pretende serlo dotando a su colectivo, el de los socorristas, de un marco laboral esencial para defender no ya sus intereses como trabajadores, sino poder contar con unas condiciones de trabajo que dejen de ser en algunos casos tercermundistas y más propias, de verdad, de auténticas repúblicas bananeras.
He tenido la oportunidad de conocer la obra de Aday Amorín, presidente del Sindicato Nacional de Socorristas Españoles y de la Asociación Canaria de Rescate y Salvamento y puedo decir, sin temor a equivocarme, que estamos ante un profesional vocacional, ante alguien que cree en lo que hace, pero que tampoco está dispuesto a que las instituciones ninguneen a los de su colectivo.
Amorín está luchando a brazo partido por el reconocimiento de la labor que se ejerce dentro de su profesión y pide, más allá que las reivindicaciones salariales, unas condiciones de trabajo acordes al trabajo realizado y, especialmente, poder contar con unas instalaciones propias del siglo XXI. Lo que no es de recibo, y quien suscribe este artículo ha podido verlas, es tener unos locales en el Puerto de la Cruz que son lo más parecido a una cochambre, a una chabola a medio hacer y donde el material se mantiene en pie en un difícil equilibrio.
Como se suele decir, esto son habas contadas. Si un trabajador no está desempeñando sus funciones dentro de unas instalaciones adecuadas, luego no le exijamos peras al olmo. Amorín, como el resto de sus compañeros, completan con denuedo y con sacrificio sus funciones, pero a cambio piden tener un local adecuado y no una putrefacta pocilga. El problema radica en que quien tiene que poner el remedio, el concejal de turno, prefiere lucirse en fotos de oportunidad en la playa y paseándose en un carísimo traje como si estuviera desfilando en la pasarela de Milán.
Y al final, aunque algunos lo llamen demagogia, estos auténticos titanes del mar se ahogan con la ola de una burocracia que prima las fiestas y el carnaval antes que velar por la seguridad de las costas, dejando todo sobre las espaldas de unos socorristas eficientes, pero por desgracia, no infalibles, y menos aún cuando los políticos se dedican al innoble arte de la zancadilla.
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