Ruido, demasiado ruido
La sociedad española (que es la que conozco) se ha acostumbrado en demasía al exceso de decibelios. Somos ruidosos casi por naturaleza, sin darnos realmente cuenta de que podemos estar molestando al vecino, a las personas que transitan tranquilamente por la calle. Nos hemos convertido en seres egoístas que pretendemos someter al resto a nuestros caprichos acústicos. Normal que luego, cuando viajamos a países del estilo de Suiza, nos tengan que llamar la atención porque es tal nuestra capacidad de provocar contaminación acústica incluso cuando caminamos con los zapatos que ya nos cuesta adaptarnos a los límites tolerables del sonido.
Las escenas que podemos contemplar a lo largo del día a día son típicas y tópicas. Entre las clásicas, tenemos al clásico que llama a voces al amigo o al familiar desde la calle. He visto y, sobre todo, oído, como a un vecino del noveno le llamaban a grito pelado desde la calle, y eso a pesar de que hay un magnífico interfono o, si me apuran, para eso existe la famosa llamada perdida para saber que la persona con la que te has citado ya está aguardado por fuera del portal.
¿O qué decir de esa gente que se tira media hora despidiéndose? Es como un ritual que merece ser contemplado al menos una vez. Llegan de fiesta los amiguetes y llegados al punto donde cada cual tira por su lado, empiezan a despedirse una y otra vez, pero con el curioso fenómeno de que cada vez van separándose más metros. Claro, esto, a las nueve de la noche, no importa nada, pero cuando se produce a las dos de la mañana…pues ya quema un poco. Y no te digo cuando ya le añaden las risotadas u otros efectos guturales de dudoso gusto y decoro.
La modernidad también nos ha permitido constatar como diariamente nos cruzamos varias veces con el revienta-tímpanos de la calle. Es una ley universal que si te paras en un semáforo, al lado se te planta el coche que va con la música a toda pastilla. No se conforma con tortura su trompa de Eustaquio. No, no. Tiene que compartir sus gustos musicales con el resto de conductores y de peatones. Vamos, aparte de llevar bajadas a tope las ventanillas, igual le encantaría no tener puerta para que las ondas se extendiesen hasta el infinito.
Y, finalmente, el personaje más odiado en estos últimos tiempos. El que va con la música en el móvil y, en vez de ponerse unos auriculares, te masacra el oído y la paciencia con un ruido infernal. No sólo es que la música te pueda agradar o desagradar, es que cuando se oye sin los correspondientes casquitos lo que sale de ahí es lo más parecido a una melodía robótica. Y cuanto más machacona, más la repiten. Y suerte será sólo toparse con uno de estos individuos por la calle. Como tengas que aguantarlo en la guagua o en el tranvía, aviados vamos.
1 comentario
Luis Miguel Grandoso -
La mención a la basura viene añadida, porque el sonido ensordecedor es igualmente un resíduo sonoro y ambos tienen incidencia en nuestra vida de forma crucial. Varios científicos han comunicado a la sociedad en general que o tratamos la basura por métodos racionales o en caso contrario acabará comíendonos. Algo por el estilo sucede con el ruido. Debemos atajarlo con grandes dosis de silencio, porque en caso contrario terminará por darnos la matraquilla tarde o temprano. Lo más peligroso de la agresión sonora es que la gente acaba no sólo admitiéndola, sino incluso aceptándola. Podría ser el principio del fin sicológico para los más adictos a esta nueva enfermedad. Por cierto, en lo de los coches, no se puede hablar por el móvil, de acuerdo, pero la música (si se puede llamar así, a toda pastilla, ¿no es ningún peligro a la hora de conducir? Muchos pensamos que sí.